ENDIOSADA, llegará un día en que seas vieja y nadie te pagafantee
Haz memoria, echa la vista atrás. ¿Recuerdas el último día de tu vida en el que no atrajiste a ningún hombre? No hace falta que me lo digas: fue hace mucho tiempo. Eras joven. Mejor dicho, eras una niña. Inocente, con dos coletas a los lados de la cabeza, calcetines blancos de lana, falda de tela azul y una camiseta de la Power Ranger Rosa. Que era penosa y mongoloide, pero que iba de rosa. Por tanto, era suficiente. Eras una lumbrera, vaya.
Aquel día era 1 de julio y estabas de camino con la familia, en el coche de tu padre, un Renault Chamade que sonaba como los ronquidos de Leticia Sabater después de hincarse una botella de Soberano. Todo cambió al día siguiente, cuando ese niño de acento catalán se enamoró de ti en la playa. No siquiera te habías desarrollado, pero ya resultabas atractiva.
A partir de ese momento, nunca te ha faltado atención. Pero eso cambiará.
Tienes 31 años y no ha transcurrido ningún día en los últimos 20 en el que no te hayas sentido atraída por los hombres. En otras palabras, tienes tantos kilómetros de polla a tus espaldas que necesitarías del motor de un tractor y el remolque de una cosechadora para poder transportarlos. Eres atractiva, no mucho, pero lo suficiente. Tienes los ojos color miel y los labios gruesos. Estás plana, pero eres espigada y posees un culo respingón que sabes aprovechar en invierno, con pantalones vaqueros y botas de jinetera; y en verano, con vestidos muy ajustados. Te gusta calentar a los hombres estirándote la falda, como queriendo decir: "uy, jijiji, si me descuido me vas a ver las bragas, qué vergu".
Te has sentido deseada tantas veces que perdiste la emoción por la conquista hace mucho tiempo. Son muy pocos hombres los que despiertan interés en ti, pero no podrías vivir tranquila sin que ese ejército de varones te anhelara. Imaginas sus torsos desnudos, la forma de sus piernas, el vello de su pecho, la anchura, tamaño y curvatura de su pene. El color de su glande, la suavidad de sus pelotas y el sabor de su boca. Y aciertas. Tus pensamientos suelen ser certeros porque conociste a tantos hombres en tu vida que puedes adivinar sus formas, su cuerpo, la forma en la que justifican que la polla se les pone blanda en la primera cita, intimidados. Si tienen mujer y lo ocultan. Si son seguros o si te montarían un pollo si salieras un viernes con las amigas, al sentirse amenazados por el típico italiano zumbón.
Tantos penes deglutiste y no has aprendido nada, pues piensas que lo que quieren todos esos hombres es tu cerebro y tu experiencia vital. Incluso esa capacidad lírica que demuestras al escribir los pies de foto de Instagram, oh, Neruda choni.
Nada más lejos de la realidad, pues para ellos eres un cuerpo. Dos tetas que posar en su cara cuando los folles en el asiento del copiloto de su Seat León. Polígono, descampado, ron Almirante, Estopa, un cigarrillo en la mano, con el brazo apoyado en la ventanilla, mientras te mueves como una perra sobre sus muslos. Para ellos, no eres más que eso. Una pokera con Vans, leotardos de cheerleader y minifalda con pliegues a la que poner a horcajadas, reventar y pedir que cuente 10 mientras salen corriendo de tu cama. Una sobrada más de Tinder que pega un chicle en cada mesilla de noche que conoce y permanece tan alejada de la elegancia como de la literatura. Instagram, Tik Tok, MYHYV, mechas californianas, Fluconazol Apotex y caras de desprecio por defecto.
Has de saber que se puede ir mucho más allá de todo eso, pero tú no lo eres. Hasta ahora, no te ha hecho falta. Tu mirada dulce y tu descarada sensualidad servían para conseguir cualquier cosa de los hombres que te rodeaban. Cada sonrisa era un iPhone, cada ruego, una cena en un sitio caro; y cada polvo estratégico, una semanita en la playa, con mañanas en un velero y noches en el reservado de un chill out. Nunca pensaste en el futuro, en ese momento en el que tu piel, tersa, decayera y tus caderas ensancharan hasta límites imprudentes. Ese momento en que tus dientes amarillearían y a los lados de tus ojos brotaran marcas de edad que te harían perder tu lado angelical.
Porque el encanto, al contrario que la clase, no dura toda la vida; y desde ese día en Peñíscola, a los 11 años, no te preocupaste de cultivar nada más que tu particular campo de nabos. Llenaste tu armario, primero, de polvos 'del día a día'. Es decir, del futbolista, el rockero de Malasaña, el nerd, el musculado, el apuesto financiero y el reportero de La Sexta. Luego, tiraste por lo 'exótico' y cayó el italiano y ese camarero cubano que te llevó a bailar y te dejó las piernas como dos ancas de rana. Te faltó croar, hija de la gran puta.
Con el vestidor abarrotado de hombres, pensaste que no te hacía falta más en la vida, pero hubo un día en que notaste tus muslos estriados y te echaste a temblar. Tenías 25 años y el deterioro había comenzado. Los meses pasaban mientras tus ovarios se vaciaban de óvulos y te dirigías hacia la menopausia solitaria. Tic, tac, tic, tac. No faltaban pretendientes ni proposiciones que te convencían, pero cada vez eran más escasas y más excéntricas. Los chulazos se fijaban en las veinteañeras, y ya no tanto en ti. Quizá a las 5 de la mañana, 'con toda la puestada', pero nunca en su sano juicio. O casi nunca.
Por casualidad, un día intuiste que un grupo de amigos hablaba de ti mientras uno, calvo y bajito, pronunciaba la frase: "gallina vieja hace buen caldo". El resto, reían. A ti te provocó un dolor agudo en el pecho que precedió a un ataque de pánico y de ansiedad. Hiperventilaste, primero, lloraste después, compraste un Lahmakum envuelto en papel de plata posteriormente. Lo comiste en una acera, entre lágrimas y una lata de Coca Cola cuyo contenido te hacía eructar auténticas bocanadas de desesperanza.
Fuiste joven, atractiva y promiscua. Cruel con quienes no te gustaban, que eran mayoría, y soberbia y autocomplaciente con quienes terminaban las noches a tu lado. Más de una vez ridiculizaste la actuación sexual de los hombres con los que te encamabas por el mero placer de hacerles sentir mal. Fueron cientos de ocasiones las que dejaste plantadas a tus citas por el gusto de saberte dominadora de la situación. Y tiraste cajas enteras de bombones a la basura al pensar que eran muy poco para ti.
Ahí estás, echando un vistazo a la pared de ese garaje con la pintada "Botella, puta". Es de noche en la calle de los bares, pasan grupos de muchachos y ni te miran y tu rimmel escurre desde tus ojos hasta romper en la comisura de tus labios. Has llorado y todo se ha derramado. Te sientes menos guapa que nunca. Ya no les atraes. Ya no eres sensual y en pocos años tendrás que seguir los consejos de Concha Velasco para que, al toser, tus bragas no sufran la riada del camping de Biescas.
Amiga, debiste querer a algún hombre. Ahora, no vales para nada.
Fuente: AlexESP
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